Apreciados hermanos y hermanas. Buenos días.

La Solidaridad tiene diversas formas de manifestarse y está llamada a eso. Son tantas las necesidades que soportan la gran mayoría de la población de nuestra Arquidiócesis, de la ciudad, del país, del mundo, que el Papa San Juan Pablo II nos señaló que se requiere “una gran imaginación de la caridad” (San Juan Pablo II, Al inicio del Tercer Milenio 50, 2) para que se logren resultados efectivos, contra la pobreza, contra el hambre y contra el sufrimiento. En la Arquidiócesis hemos adoptado como un nombre sugestivo, el “Rostro Solidario” de nuestra Iglesia; es el espacio donde se coordinan diversas acciones para combatir la pobreza, la miseria, el sufrimiento y el dolor de muchas gentes de las que habitan en nuestra Iglesia y fuera de ella.

Igualmente, debemos tener en cuenta, que a la base hay dos actitudes diferentes con las cuales podemos responder a los desafíos de la pobreza: el compartir y la compasión. Una es el compartir y ciertamente ha sido ésta la manifestación más importante que nos ha ayudado a responder a los clamores más profundos que nos manifiesta la población que sufre hambre en este momento. Y esto no es solamente durante el tiempo de la pandemia, acontece también en los tiempos normales. El instrumento principal es el “Banco Arquidiocesano de Alimentos”. La solidaridad como compartir apremia mucho y requiere respuestas concretas y prontas. El hambre se combate compartiendo lo poco o lo mucho que tenemos; igual sucede con la desnudez, con la sed, la enfermedad, la desocupación y muchas otras formas de miseria, que claman con fuerza que les demos respuesta, y ojalá pronta.

La otra actitud tiene que ver con la compasión, con la consolación, con la cercanía, con el acompañamiento. El compartir y la compasión caminan juntos en un programa de Solidaridad. Ambos son urgentes, y el Evangelio le da importancia por igual a estas dos actitudes. Jesús sintió compasión por las multitudes que lo seguían y “que andaban como ovejas sin pastor”. Es una actitud constante en la experiencia de Jesús por los caminos de Galilea; “se le conmueven las entrañas” de ver el sufrimiento de la gente. Pero a continuación les da una orden a sus  discípulos “denles de comer”. Por eso, la mejor definición de misericordia es aquella que considera que “es misericordioso” quien ensancha su corazón y da cabida a los sufrimientos de los miserables de la tierra; pero a continuación comparte lo que tiene, por medio de una Solidaridad efectiva.

A continuación  vamos a reflexionar sobre esta segunda actitud.

La raíz más honda de la solidaridad no se encuentra en sí misma. Tampoco se encuentra con solo mirar en profundidad los problemas que nos quejan. A veces, estos nos aplastan, nos agobian por su magnitud, debilitan nuestras esperanzas y reducen las expectativas. Es imperioso fijar los ojos en el Señor, fuente, origen y protagonista primero de la Solidaridad, recordando que ésta, antes que un compromiso humano, es un don de Dios, que se hace solidario con sus hijos. Por eso, es oportuno levantar la mirada para aprender del autor y del artífice de la solidaridad. Así podemos, por ejemplo descubrir el sentido de la espiritualidad de la solidaridad en la imagen escatológica que encontramos en el Apocalipsis. En ella se nos dice que el fin de la historia consiste en el encuentro esponsal de Dios con la humanidad, con su pueblo, con su Iglesia… es un encuentro con Cristo vivo que conmueve y toca el corazón:

“Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva;
porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir y también el mar…
Este es el lugar donde Dios vive con los hombres, vivirá con ellos, y ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios.
Secará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte ni llanto, ni lamento ni dolor, porque todo lo que antes existía, ha dejado de existir.
El que estaba sentado en el trono dijo:
“he aquí que todo lo hago nuevo”… (cfr. Apocalipsis 21, 1-7)   

Esta imagen tan sugerente encuentra su primera inspiración en el texto esperanzado de Isaías, cuando anuncia el proyecto de Dios en medio del exilio: “he aquí que realizo algo nuevo; ¡ya está brotando! No lo ven”. (Isaías 43, 19-20)

Ese es el anuncio, esa es nuestra Esperanza. El gesto, es que Dios enjuga las lágrimas de los ojos de sus hijos. Es lo primero que hace al recibirlo entre sus brazos. Es el anuncio de los tiempos nuevos, “ya no habrá lágrimas”… y por eso, Dios mismo se dedica a secar las lágrimas de la humanidad. Esta es la tarea de Jesús que, hecho uno de nosotros, ha pasado por el mundo enjugando las lágrimas de todos los que sufren. Con razón puede decir en el sermón de la montaña: “felices los que lloran pues serán consolados”. La mayoría de sus milagros, son una sucesión de encuentro muy cercano con los que sufren, con los que cargan desesperanzas, con los pobres…

El gesto de enjugar las lágrimas es un gesto muy íntimo. Uno no se deja secar las lágrimas por cualquiera: sólo mi padre y mi madre, mis hermanos, mi novio o mi novia, o un amigo muy cercano, son dignos de recibir mis llantos y yo me dejo consolar por ellos. Si un extraño quisiera secar nuestras lágrimas, espontáneamente le alejaríamos la cara. Hay pudor en los ojos. Hay pudor en el llanto. Hay pudor en la enfermedad. Y por eso no se puede estar venteando las tragedias personales.

El gesto es tierno, compasivo. No hay mayor signo de amor y de misericordia que el compartir los lutos, los dolores, los complejos, las dudas, los miedos que hacen aflorar las lágrimas a los ojos, el compartir el encierro de una pandemia. Es el signo propio de una Iglesia que quiere ser sacramento de Jesucristo. De allí la necesidad de que los discípulos de Jesús, seamos acogedores y comprensivos, cercanos y compasivos, maternos y fraternos, para que la humanidad se deje secar por ellos las lágrimas de dolor, la que desfiguran su rostro, las que le impiden ver.

Pero, repetimos, no cualquiera puede secar nuestras lágrimas. De ahí que la misma iglesia, los presbíteros, los consagrados, los ministros laicos de la solidaridad, y en general, los laicos que nos acompañan en el servicio dela evangelización, tienen que ganarse un lugar para que los heridos del camino, se dejen consolar por nosotros. No basta con ser cura. No basta con ser religiosos o religiosa, es necesario hacerse humilde y cercano, y ocupar el último lugar; presentarse sólo armado de compasión y de pañuelo… de no ser así, la gente puede aguantar nuestra presencia, pero no nos va a entregar el corazón.

Jesús, en cambio, se ganó todo el lugar con su inmensa cercanía. Se lo ganó también con sus propias lágrimas. Él lloró ante Lázaro y ante Jerusalén, “con clamores y lágrimas”. Y de paso, nos enseñó la valentía de llorar. La hombría de llorar… La gente descubrió siempre en estos gestos de Jesús que Dios es solidario. Y en esto consiste el ministerio de la consolación, que es urgente desarrollar ampliamente en estos momentos de pandemia. Lo espera nuestra gente. Sin duda alguna, significa cambios en la manera como tratamos los obispos y los sacerdotes a nuestra gente. Pero igualmente, es el momento para dejar que tantos laicos, particularmente las mujeres, nos enseñen a acompañar a tanta gente que sufre y que necesita ser consolada en estos “tiempos difíciles, tiempos de pandemia”

Oremos confiados para que Dios nuestro Padre, nos regale la gracia de “ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso”, para que dejemos conmover nuestras entrañas, frente al sufrimiento que tanta gente carga en estos momentos en nuestra ciudad y en nuestra Iglesia, en Colombia y en el mundo. ¡No es para mañana, es para ya! No olvidemos: seamos cercanos, dejemos que nuestras entrañas se conmuevan, acompañemos.

Y acuérdense de orar por mí.

Su obispo, +Jorge Enrique Jiménez Carvajal. Arzobispo de Cartagena

Cartagena, abril 21 del 2020