Cuando uno sale de la Cárcel de San Diego en Cartagena, después de haber compartido con las internas una visita amistosa, la consejería espiritual o la celebración eucarística, sentimos que el ánimo se nos encoge y que el corazón se nos llena de una pena profunda.

En la medida en que dejamos las puertas de hierro con sus cerrojos, con nosotros permanecen sus miradas vacías y cansadas. Sus rostros impenetrables y, sobre todo, esas jóvenes madres, algunas casi adolescentes, de cuerpo escuálido y envejecido.

¿Quiénes son ellas? ¿Por qué han venido a parar hasta aquí? ¿Por qué las encerramos así, en estas condiciones? ¿Es esto lo único que esta sociedad les sabe ofrecer?

Después de muchos años de presencia cristiana católica en los centros penitenciarios de Cartagena, San Diego y Ternera, los agentes de pastoral que acompañan, tienen la impresión que la gran mayoría de estas personas son casi siempre víctimas, más que culpables.

Son personas maltratadas por la vida y marginadas por una sociedad que las genera y más tarde las encierra y rechaza de la convivencia, como algo dañino para el resto de los ciudadanos.

Es importante que reconozcamos que, tanto en su diseño como en su implementación, el sistema penitenciario no es un instrumento válido para rehabilitar al delincuente y reinsertarlo en la sociedad. Nuestras cárceles aíslan, destruyen y desintegran. Son un lugar de sufrimiento innecesario donde algunas veces no existe ni el clima ni los medios adecuados para ayudar a las internas a crecer como personas. Pero en Cartagena la principal preocupación es que la cárcel hay que reubicarla porque urge seguir arrojando dentro de ella a las delincuentes más débiles e indefensas, sin que a nadie preocupe mucho cómo saldrán de ella.

Ellas tratan de hacer oír su voz, pero su palabra está descalificada de antemano. Algunos colectivos de mujeres gritan su protesta, pero este grito es mirado con sospecha como parte de una estrategia ideológica. Expertos en criminología hablan de alternativas al sistema carcelario, pero no se dan pasos eficaces, y si se da alguno es para beneficiar con casa por cárcel a los peores criminales.

Por otra parte, las internas como colectivo son muy débiles. En esta campaña electoral a nadie le interesan, ni siquiera para los fines propagandísticos. Ellas son las menos rentables para la ciudad. Ahí están, entre los muros que se van a caer y los barrotes de hierro. Siempre aisladas, humilladas y ofendidas. No le importan a nadie. Siempre rechazadas. Adentro y afuera. Al menos para los creyentes, debe estar claro que no podemos someternos al poder de las estructuras sociales cuando se han olvidado los derechos inalienables del ser humano. Pido a Dios que la buena Práctica de las Segundas Oportunidades se mantenga como signo de nuevos relacionamientos, a partir de la mesa, de las internas con la sociedad.

*Vicario de Pastoral de la Arquidiócesis de Cartagena.