Catequesis No. 6 Vicios y virtudes: La ira.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estas semanas estamos tratando el tema de los vicios y las virtudes, y hoy nos detenemos a reflexionar sobre el vicio de la ira. Es un vicio particularmente tenebroso, y es quizás el más simple de reconocer desde un punto de vista físico. La persona dominada por la ira difícilmente logra disimular este ímpetu: lo reconoces por los movimientos del cuerpo, por la agresividad, por la respiración agitada, por la mirada torva y ceñuda.
En su manifestación más aguda, la ira es un vicio que no da tregua. Si nace de una injusticia padecida (o considerada como tal), a menudo no se desata contra el culpable, sino contra el primer desafortunado con el que uno se encuentra. Hay hombres que contienen su ira en el lugar de trabajo, mostrándose tranquilos y compasivos, pero que una vez llegados a su casa se vuelven insoportables para la esposa y los hijos. La ira es un vicio desenfrenado: es capaz de quitarnos el sueño y de hacernos maquinar continuamente en nuestra mente, sin que logremos encontrar una barrera para los razonamientos y pensamientos.
La ira es un vicio que destruye las relaciones humanas. Expresa la incapacidad de aceptar la diversidad del otro, especialmente cuando sus opciones vitales difieren de las nuestras. No se detiene ante los malos comportamientos de una persona, sino que lo arroja todo al caldero: es el otro, el otro tal y como es, el otro en cuanto tal, el que provoca la ira y el resentimiento. Se empieza a detestar el tono de su voz, sus banales gestos cotidianos, sus formas de razonar y de sentir.
Cuando la relación alcanza este nivel de degeneración, ya se ha perdido la lucidez. La ira hace perder la lucidez. Porque, a veces, una de las características de la ira, es la de no calmarse con el tiempo. En esos casos, incluso la distancia y el silencio, en lugar de calmar el peso de los malentendidos, lo magnifican. Por ese motivo, el apóstol Pablo -como hemos escuchado- recomienda a sus cristianos que aborden inmediatamente el problema e intenten la reconciliación: «No permitan que la noche los sorprenda enojados» (Ef 4, 26). Es importante que todo se resuelva inmediatamente, antes de la puesta del sol. Si durante el día surge algún malentendido y dos personas dejan de entenderse, percibiéndose de pronto alejadas, no hay que entregar la noche al diablo. El vicio nos mantendría despiertos en la oscuridad, rumiando nuestras razones y los errores incalificables que nunca son nuestros y siempre del otro. Así es: cuando una persona está dominada por la ira, siempre dice que el problema está en la otra persona; nunca es capaz de reconocer sus propios defectos, sus propias faltas.
En el “Padre nuestro”, Jesús nos hace orar por nuestras relaciones humanas, que son un terreno minado: un plano que nunca está en equilibrio perfecto. En la vida tenemos que tratar con personas que están en deuda con nosotros; del mismo modo, ciertamente nosotros no siempre hemos amado a todos en la justa medida. A algunos no les hemos devuelto el amor que se les debe. Todos somos pecadores, todos, y todos tenemos la cuenta en números rojos: ¡no lo olviden! Por lo tanto, todos tenemos que aprender a perdonar para ser perdonados. Las personas no están juntas si no practican también el arte del perdón, siempre que esto sea humanamente posible. Lo que contrarresta la ira es la benevolencia, la amplitud de corazón, la mansedumbre, la paciencia.
Sobre el tema de la ira, hay que decir una última cosa. Es un vicio terrible, hemos dicho, está en el origen de las guerras y la violencia. El proemio de la Ilíada describe «la ira de Aquiles», que será causa de «infinitos lutos». Pero no todo lo que nace de la ira es malo. Los antiguos eran muy conscientes de que hay una parte irascible en nosotros que no puede ni debe negarse. Las pasiones son hasta cierto punto inconscientes: suceden, son experiencias de la vida. No somos responsables de la ira en su surgimiento, pero sí siempre en su desarrollo. Y a veces es bueno que la ira se desahogue de la manera adecuada. Si una persona no se enfadase nunca, si no se indignase ante la injusticia, si no sintiera algo que le estremece las entrañas ante la opresión de un débil, entonces significaría que esa persona no es humana, y mucho menos cristiana.
Existe una santa indignación, que no es la ira, sino un movimiento interior, una santa indignación. Jesús la conoció varias veces en su vida (cfr. Mc 3,5): nunca respondió al mal con el mal, pero en su alma experimentó este sentimiento y, en el caso de los mercaderes en el Templo, realizó una acción fuerte y profética, dictada no por la ira, sino por el celo por la casa del Señor (cfr. Mt 21, 12-13). Debemos distinguir bien: una cosa es el celo, la santa indignación, otra cosa es la ira, que es mala.
Nos corresponde a nosotros, con la ayuda del Espíritu Santo, encontrar la justa medida de las pasiones, educarlas bien para que se dirijan hacia el bien, y no hacia el mal.
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