Apreciados hermanos y hermana, buenos días.

La gente necesita a Jesús y lo busca. Hay algo en Él que los atrae, pero no saben exactamente por qué lo buscan ni para qué. Según el evangelista, muchos lo hacen porque el día anterior les ha distribuido pan para saciar su hambre.

Jesús comienza a conversar con ellos. Hay cosas que conviene aclarar desde el principio. El pan material es muy importante. Él mismo les ha enseñado a pedir a Dios “el pan de cada día” (Mateo 6, 11) para todos. Pero el ser humano necesita algo más. Jesús quiere ofrecerles un alimento que puede saciar para siempre su hambre de vida. La gente intuye que Jesús les está abriendo un horizonte nuevo, pero no saben qué hacer ni por dónde empezar. El evangelista resume sus interrogantes con estas palabras: “¿y qué obras tenemos que hacer, para trabajar en lo que Dios quiere?”(Juan 6,28). Y descubre en ellos un deseo sincero de acertar. Quieren trabajar en lo que Dios quiere, preguntan a Jesús qué obras prácticas y observancias nuevas, tienen que tener en cuenta.

La respuesta de Jesús, toca el corazón del cristianismo: la obra que Dios quiere es ésta: “que crean en el que Él les ha enviado”(Juan 6,29). Dios solo quiere que crean en Jesucristo, pues es el gran regalo que ha enviado al mundo. Ésta es la nueva exigencia. En esto han de trabajar todos.

El evangelista San Juan, repite una y otra vez expresiones e imágenes de gran fuerza, para grabar bien en las comunidades cristianas, que siempre han de acercarse a Jesús para descubrir en Él la fuente de una vida nueva. Un principio vital que no es comparable con nada que hayan podido conocer con anterioridad. Todo el capítulo 6 del Evangelio de San Juan, es una revelación profunda de todo lo que puede realizar en nuestra existencia “el pan de vida”.  

Jesús es “pan bajado del cielo” (Juan 6,51). No ha de ser confundido con cualquier fuente de vida. En Jesucristo podemos alimentarnos de una fuerza, una luz, una esperanza, un aliento vital… que vienen del misterio mismo de Dios, el creador de la vida. Jesús es “el pan de vida” (Juan 6,35).

Por eso, precisamente no es posible encontrarnos con Él de cualquier manera. Hemos de ir a lo más hondo de nosotros mismos, abrirnos a Dios y escuchar lo que nos dice el Padre. “Nadie puede sentir verdadera atracción por Jesús, si no lo atrae el Padre que lo ha enviado” (cfr. Juan 6, 41-51).   

Lo más atractivo de Jesús es su capacidad de dar vida. El que cree en Jesucristo y sabe entrar en contacto con Él, conoce una vida diferente, de calidad nueva, una vida que de alguna manera pertenece ya al mundo de Dios. San Juan se atreve a decir que “el que coma de este pan, vivirá para siempre” (Juan 6, 51).

Después de veinte siglos, puede ser necesario recordar alguno de los rasgos esenciales de la Cena del Señor, tal como era recordada y vivida por las primeras generaciones cristianas. En el núcleo de esa Cena hay algo que jamás debe ser olvidado: sus seguidores no quedarán huérfanos. La muerte de Jesús, no podrá romper su comunión con Él. Nadie ha de sentir el vacío de su ausencia. Sus discípulos no se quedan solos, a merced de los avatares de la historia. En el centro de toda Comunidad Cristiana, que celebra la Eucaristía, está Cristo Vivo animando nuestra vida. Aquí está el secreto de su fuerza.

De Él se alimenta la fe de sus seguidores. No basta asistir a esa Cena. Los discípulos son invitados a comer. Para alimentar nuestra adhesión a Jesucristo, necesitamos reunirnos a escuchar sus palabras y guardarlas en nuestro corazón; y acercándonos a comulgar con Él identificándonos con su estilo de vivir. Ninguna otra experiencia nos puede ofrecer alimento más sólido.

No hemos de olvidar que comulgar con Jesús, es comulgar con alguien que ha vivido y ha muerto totalmente por los demás. Su cuerpo es un “cuerpo entregado”(cfr. Lucas 22,19) y su sangre es una “sangre derramada”(cfr. Lucas 22,20) por la salvación de todos. Es una contradicción acercarnos a comulgar con Jesús, resistiéndonos egoístamente a vivir para los demás.

Nada hay más central y decisivo para los seguidores de Jesús, que la celebración de esta Cena del Señor. Por eso hemos de cuidarla tanto. Bien celebrada, la Eucaristía nos moldea, nos va uniendo a Jesús, nos alimenta con su vida, nos familiariza con su Evangelio, nos invita a vivir en actitud de servicio fraterno y nos sostiene en la esperanza del reencuentro final con Él.

El evangelista San Juan, utiliza un lenguaje muy fuerte para insistir en la necesidad de alimentar la comunión con Jesucristo. Solo así experimentamos en nosotros su propia vida. Según Él, es necesario comer a Jesús: “el que me come a mí, vivirá por mí” (Juan 6,58). El lenguaje adquiere una fuerza todavía más grande, cuando dice que hay que comer la carne de Jesús y beber su sangre. El texto es rotundo: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi sangre y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Juan 6, 55-56).

Alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino, a lo más simple y más auténtico del Evangelio. Interiorizar sus actitudes más básicas y esenciales, encender en nosotros el instinto de vivir como él, despertar nuestra conciencia de discípulos y seguidores, para hacer de Él el centro de nuestra vida. Sin cristianos que se alimenten de Jesús, la Iglesia languidece sin remedio.

Apreciados hermanos y hermanas. Para nosotros, los discípulos de Jesús, quizás la nostalgia más grande que hemos experimentado en las celebraciones virtuales de la Eucaristía, es la imposibilidad de comulgar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La comunión espiritual es un consuelo, pero no logra llenar el vacío, del Cuerpo y la Sangre de Cristo Sacramentales. Cuando salgamos del “encierro” tenemos que frecuentar más asiduamente éste gran alimento, que nos dará las fuerzas necesarias para “construir los cielos nuevos y la tierra nueva”. Oremos desde ya al Señor para que así sea. Y no se olviden de orar por mí.

Su obispo, +Jorge Enrique Jiménez Carvajal. Arzobispo de Cartagena

Cartagena, abril 28 del 2020