Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El fruto de Pentecostés, la poderosa efusión del Espíritu de Dios sobre la primera comunidad cristiana, fue que muchas personas sintieron sus corazones traspasados ​​por el feliz anuncio – el kerigma- de la salvación en Cristo y se adhirieron a Él libremente, convirtiéndose, recibiendo el bautismo en su nombre y recibiendo a su vez el don del Espíritu Santo. Cerca de tres mil personas entran a formar parte de esa fraternidad que es el hábitat de los creyentes y el fermento eclesial de la obra de evangelización. El calor de la fe de estos hermanos y hermanas en Cristo hace de sus vidas el escenario de la obra de Dios que se manifiesta con prodigios y  señales por medio de los apóstoles. Lo extraordinario se vuelve ordinario y la vida cotidiana se convierte en el espacio de la manifestación del Cristo viviente.

El evangelista Lucas nos lo cuenta mostrándonos a la iglesia de Jerusalén como el paradigma de cada comunidad cristiana, como el ícono de una fraternidad que fascina y que no debe  convertirse en mito pero tampoco hay que  minimizar. El relato de los Hechos deja que miremos entre las paredes de la domus donde los primeros cristianos se reúnen como familia de Dios, espacio de koinonia, es decir, de la comunión de amor entre hermanos y hermanas en Cristo.  Vemos que viven de una manera precisa: “acudiendo a la enseñanza de los apóstoles y a la comunión, a la fracción del pan y al as oraciones” (Hechos 2:42). Los cristianos escuchan asiduamente el didaché o la enseñanza apostólica; practican unas relaciones interpersonales de gran calidad  también a través de la comunión de bienes espirituales y materiales; recuerdan al Señor a través de la “fracción del pan“, es decir, de la Eucaristía, y dialogan con Dios en la oración. Estas son las actitudes del cristiano, las cuatro huellas de un buen cristiano.

A diferencia de la sociedad humana, donde se tiende a hacer los propios intereses,  independientemente o incluso a expensas de los otros, la comunidad de creyentes ahuyenta el individualismo para fomentar el compartir y la solidaridad.  No hay lugar para el egoísmo en el alma de un cristiano: si tu corazón es egoísta, no eres cristiano, eres mundano, que busca solo tu favor, tu beneficio. Y Lucas nos dice que los creyentes están juntos (ver Hechos 2:44), La cercanía y la unidad son el estilo de los creyentes: cercanos, preocupados unos de otros, no para chismorrear del otro, no, para ayudar, para acercarse.

La gracia del bautismo revela,  por lo tanto, el vínculo íntimo entre los hermanos en Cristo que están llamados a compartir, a identificarse con los demás y a dar “según la necesidad de cada uno” (Hechos 2:45), es decir, la generosidad, la limosna, el preocuparse por el otro, visitar a los enfermos, ir a ver a quienes pasan necesidades, a los que necesitan consuelo.

Y precisamente esta fraternidad porque elige el camino de la comunión y  de la atención a los necesitados, esta fraternidad que es la Iglesia puede vivir una vida litúrgica verdadera y auténtica: “Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón.  Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo”. Hechos 2,46-47).

Por último, el relato de los Hechos nos recuerda que el Señor garantiza el crecimiento de la comunidad (vea 2:47): la perseverancia de los creyentes en la alianza genuina con Dios y con los hermanos se convierte en una fuerza atractiva que fascina y conquista a muchos (ver Evangelii gaudium, 14), un principio gracias al cual vive la comunidad creyente de cada época.

Pidamos al Espíritu Santo que haga de nuestras comunidades lugares donde recibir  y practicar la nueva vida, las obras de solidaridad y de comunión, lugares donde las liturgias sean un encuentro con Dios, que se convierte en comunión con los hermanos y las hermanas, lugares que sean puertas abiertas a la Jerusalén celestial.