Rostro Comunión (2)

Apreciados Hermanos y hermanas, muy buenos días.

Todo en nuestra experiencia cristiana comienza en un encuentro personal con Jesucristo. Él nos ha llamado a cada uno, por nuestro propio nombre. Nos conoce y quiere hacernos partícipes de su vida. “Llamó a los que Él quiso…para que estuvieran con Él” (Marcos 3, 13-14). Así formó la comunidad apostólica. Y enseñó a los discípulos “un nuevo modo de vida”, que Él quería que tuvieran todos los que han puesto su confianza en Él y que nosotros llamamos comunión.

Y así, Él quiso que fuera toda su Iglesia. La Iglesia, en su verdad más profunda, es comunión con Dios, familiaridad con Dios, comunión de amor con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo, que se prolonga en una comunión fraterna. Esta relación entre Jesús y el Padre es el «origen» de la unión entre nosotros los discípulos de Jesús. Si dejamos que la Trinidad Santa, realice esta inclusión, entonces podemos verdaderamente convertirnos “en un único corazón y en una sola alma”, porque el amor de Dios rompe nuestros egoísmos, nuestros prejuicios, nuestras divisiones internas y externas. Así como el amor de Dios borra también todos nuestros egoísmos.

Si existe este enraizamiento en la fuente del Amor, que es Dios, entonces también existe el movimiento recíproco: de los hermanos a Dios; la experiencia de la comunión fraterna me lleva a la comunión con Dios. Estar unidos entre nosotros nos impulsa a estar unidos con Dios, que es nuestro Padre. Nuestra fe necesita el apoyo de los demás siempre y especialmente en los momentos difíciles, y si estamos unidos, la fe se hace fuerte.

El Proyecto de Dios Padre

San Juan Pablo II nos dice en “Iglesia en América” (No. 33): “En un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidad en la distinción, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comunión trinitaria. Es necesario proclamar que esta comunión es el proyecto magnífico de Dios Padre; que Jesucristo, que se ha hecho hombre, es el punto central de la misma comunión, y que el Espíritu Santo trabaja constantemente para crear la comunión y restaurarla cuando se hubiera roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de la comunión querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su perfección en la plenitud del Reino». La Iglesia es signo de comunión porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la verdadera vid (cf. Jn 15, 5). En efecto, por la comunión con Cristo, entramos en comunión con todos los creyentes”.

La Iglesia Católica es una Iglesia en Comunión. Nuestros vínculos fraternos están fundados en el amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu tienen.

Y aún más. Somos una Iglesia comunión de comunidades, la célula básica de la comunión es la familia; las pequeñas comunidades eclesiales son el espacio donde la familias experimentan la comunión y la solidaridad con otras familias;  nuestras parroquias son comunión de pequeñas comunidades eclesiales; nuestra Arquidiócesis es la gran comunión de las comunidades parroquiales, que hace presente a la Iglesia Universal en la Iglesia local. El gran sueño de Jesús sobre lo que tendría que ser su Iglesia, es que el mundo nos encuentre siempre unidos, sembrando experiencias de comunión en todos los ambientes y en todos los lugares del mundo. Este es el magnífico sueño de Jesús, que estamos llamados a hacer realidad. Somos una red de comunidades que ponemos nuestros pasos en las huellas de Jesús. Y ese tiene que ser siempre el propósito de nuestro caminar.

La vida de las comunidades son los sacramentos, en especial de la Eucaristía

“Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron”. (Lucas 24, 30-31)

La vivencia de los sacramentos es la experiencia de encontrar a Jesús en los momentos fundamentales de nuestra vida, privilegiando a la Eucaristía, que es el culmen y la plena presencia de Jesús que nos llama a estar con Él. Quien celebra la Eucaristía no lo hace porque sea mejor que los demás, sino porque se reconoce necesitado de la misericordia de Dios. La Eucaristía no es un mero recuerdo de algunos dichos y hechos de Jesús. Es obra y don de Cristo que sale a nuestro encuentro y nos alimenta con su Palabra y su vida.

Por medio de la Eucaristía, Jesús quiere entrar en nuestra existencia y permearla de su gracia, para que en cada comunidad cristiana haya coherencia entre celebración y vida. El corazón se llena de confianza y de esperanza pensando en las palabras de Jesús recogidas en el Evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6, 54). Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de preocupación por los necesitados, y por las necesidades de tantos hermanos y hermanas, en la certeza de que el Señor realizará aquello que nos ha prometido: la vida eterna.

Todos los niveles de la Iglesia quieren ser comunidades que hacen el camino de Emaús y viven de la Eucaristía. En Emaús encontramos a Jesucristo Vivo en su Palabra y en cada uno de los sacramentos de nuestra Iglesia, particularmente en la Eucaristía. Nuestras comunidades eclesiales también quieren renovar su actitud de cercanía y de acompañamiento a todos nuestros hermanos y hermanas. A todos ellos quieren iluminar su historia de fe, en el caminar de cada día. Y a todos quiere dar Esperanza, particularmente con la Palabra y los sacramentos.

Los Hechos de los Apóstoles nos dejaron paradigmas que siempre nos estimulan a vivir la comunión en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Termino este Mensaje compartiéndole uno de esos paradigmas más luminosos. Siempre que lo leemos y lo saboreamos, nos sentimos impulsados a vivir hermosas experiencias de comunión: en nuestras familias, en nuestras pequeñas comunidades eclesiales, en nuestra parroquia, en nuestra Iglesia Arquidiocesana y en nuestra Iglesia Universal.  

42Se reunían frecuentemente para escuchar la enseñanza de los apóstoles, y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. 43Ante los prodigios y señales que hacían los apóstoles, un sentido de admiración se apoderó de todos.
44Los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. 45Vendían bienes y posesiones y las repartían según la necesidad de cada uno.
46A diario acudían fielmente y unidos al templo; en sus casas partían el pan, compartían la comida con alegría y sencillez sincera.
47Alababan a Dios y todo el mundo los estimaba. El Señor iba incorporando a la comunidad a cuantos se iban salvando. (Hechos 2, 42-47)

Apreciados hermanos y hermanas, este es tiempo propicio para encontrarnos con Jesús. Háganlo. En este encuentro tenemos la posibilidad de cambiar nuestro “modo de vivir”. Este es tiempo propicio para encontrarnos como hermanos y formar pequeñas comunidades eclesiales, donde aprendamos a “convivir”. Atrevámonos a hacerlo. ¡Vale la pena! Estas experiencias nos posibilitarán entrar con esperanza en la “nueva tierra”, que estamos llamados a construir cuando salgamos del “encierro”. Pongamos imaginación: ¡qué hermoso un mundo lleno de discípulos de Jesús y lleno de comunidades eclesiales, donde se viva la comunión y la justicia! Oremos al Señor Jesús, para que podamos ver esta experiencia. Y no olviden de orar por mí.

Cordial y fraternal saludo.

Su obispo, +Jorge Enrique Jiménez Carvajal. Arzobispo de Cartagena

Cartagena, viernes 8 de mayo.