La pasión por la evangelización: el zelo apostólico del creyente. 23. San Carlos de Foucauld, corazón palpitante de caridad en la vida oculta.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos nuestro encuentro con algunos cristianos testigos, ricos de celo en el anuncio del Evangelio. El celo apostólico, el celo por el anuncio: nosotros estamos repasando algunos cristianos que han sido ejemplo de este celo apostólico. Hoy quisiera hablaros de un hombre que ha hecho de Jesús y de los hermanos más pobres la pasión de su vida. Me refiero a san Carlos de Foucauld el cual, «desde su intensa experiencia de Dios, hizo un camino de transformación hasta sentirse hermano de todos» (Cart. enc. Fratelli tutti, 286).
¿Y cuál ha sido el “secreto” de Carlos de Foucauld, de su vida? Él, después de haber vivido una juventud alejada de Dios, sin creer en nada si no en la búsqueda desordenada del placer, lo confía a un amigo no creyente, al que, después de haberse convertido acogiendo la gracia del perdón de Dios en la Confesión, revela la razón de su vivir. Escribe: «He perdido mi corazón por Jesús de Nazaret»[1]. El hermano Carlos nos recuerda así que el primer paso para evangelizar es tener a Jesús dentro del corazón, es “perder la cabeza” por Él. Si esto no sucede, difícilmente logramos mostrarlo con la vida. Más bien corremos el riesgo de hablar de nosotros mismos, de nuestro grupo de pertenencia, de una moral o, peor todavía, de un conjunto de reglas, pero no de Jesús, de su amor, de su misericordia. Esto yo lo veo en algún movimiento nuevo que está surgiendo: hablan de su visión de la humanidad, hablan de su espiritualidad y ellos se sienten un camino nuevo… ¿Pero por qué no habláis de Jesús? Hablan de muchas cosas, de organización, de caminos espirituales, pero no saben hablar de Jesús. Creo que hoy sería bonito que cada uno de nosotros se pregunte: Yo, ¿tengo a Jesús en el centro del corazón? ¿He perdido un poco la cabeza por Jesús?
Carlos sí, hasta el punto que pasa de la atracción por Jesús a la imitación de Jesús. Aconsejado por su confesor, va a Tierra Santa para visitar los lugares en los que el Señor ha vivido y para caminar donde el Maestro ha caminado. En particular es en Nazaret que comprende que tiene que formarse en la escuela de Cristo. Vive una relación intensa con el Señor, pasa largas horas leyendo los Evangelios y se siente su hermano pequeño. Y conociendo a Jesús, nace en él el deseo de darlo a conocer. Siempre sucede así: cuando cada uno de nosotros conoce más a Jesús, nace el deseo de darlo a conocer, de compartir este tesoro. Al comentar el pasaje de la visita de la Virgen a santa Isabel, le hace decir: «Me he donado al mundo… llevadme al mundo».Sí, pero ¿cómo? Como María en el misterio de la Visitación: «en silencio, con el ejemplo, con la vida»[2]. Con la vida, porque «toda nuestra existencia – escribe el hermano Carlos – debe gritar el Evangelio»[3]. Y muchas veces nuestra existencia grita mundanidad, grita muchas cosas estúpidas, cosas extrañas y él dice: “No, toda nuestra existencia debe gritar el Evangelio”.
Entonces decide establecerse en regiones lejanas para gritar el Evangelio en el silencio, viviendo en el espíritu de Nazaret, en pobreza y en lo escondido. Va al desierto del Sahara, entre los no cristianos, y allí llega como amigo y hermano, llevando la mansedumbre de Jesús- Eucaristía. Carlos deja que sea Jesús quien actúe silenciosamente, convencido de que la “vida eucarística” evangeliza. De hecho, cree que es Cristo el primer evangelizador. Así está en oración a los pies de Jesús, delante del tabernáculo, durante unas diez horas al día, seguro de que la fuerza evangelizadora está ahí y sintiendo que es Jesús quien le lleva cerca de tantos hermanos alejados. Y nosotros, me pregunto, ¿creemos en la fuerza de la Eucaristía? Nuestro ir hacia los otros, nuestro servicio, ¿encuentra ahí, en la adoración, su inicio y su cumplimiento?
Estoy convencido de que nosotros hemos perdido el sentido de la adoración; debemos retomarlo, empezando por nosotros los consagrados, los obispos, los sacerdotes, las monjas y todos los consagrados. “Perder” tiempo delante del tabernáculo, retomar el sentido de la adoración.
Carlos de Foucauld escribe: «Todo cristiano es apóstol»[4]; y recuerda a un amigo que «cerca de los sacerdotes hacen falta laicos que vean lo que el sacerdote no ve, que evangelizan con una cercanía de caridad, con una bondad para todos, con un afecto siempre preparado para donarse»[5]. Los laicos santos, no los que trepan. Y esos laicos, ese laico, esa laica que están enamorados de Jesús hacen entender al sacerdote que él no es un funcionario, que él es un mediador, un sacerdote. Nosotros sacerdotes necesitamos mucho tener a nuestro lado a estos laicos que creen de verdad y con su testimonio nos enseñan el camino. Carlos de Foucauld con esta experiencia anticipa los tiempos del Concilio Vaticano II, intuye la importancia de los laicos y comprende que el anuncio del Evangelio pertenece a todo el pueblo de Dios. Pero ¿cómo podemos aumentar esta participación? Como hizo Carlos de Foucauld: poniéndonos de rodillas y acogiendo la acción del Espíritu, que siempre suscita formas nuevas para involucrar, encontrar, escuchar y dialogar, siempre en la colaboración y en la confianza, siempre en comunión con la Iglesia y con los pastores.
San Carlos de Foucauld, figura que es profecía para nuestro tiempo, ha testimoniado la belleza de comunicar el Evangelio a través del apostolado de la mansedumbre: él, que se sentía “hermano universal” y acogía a todos, nos muestra la fuerza evangelizadora de la mansedumbre, de la ternura. No olvidemos que el estilo de Dios está en tres palabras: cercanía, compasión y ternura. Dios está siempre cerca, siempre es compasivo, siempre es tierno. Y el testimonio cristiano debe ir por este camino: de cercanía, de compasión, de ternura. Y él era así, manso y tierno. Deseaba que quien lo encontrara viera, a través de su bondad, la bondad de Jesús. Decía que era, de hecho, «servidor de uno que es mucho más bueno que yo»[6]. Vivir la bondad de Jesús lo llevaba a estrechar vínculos fraternos y de amistad con los pobres, con los Tuareg, con los más alejados de su mentalidad. Poco a poco estos vínculos generaban fraternidad, inclusión, valorización de la cultura del otro. La bondad es sencilla y pide ser personas sencillas, que no tengan miedo de donar una sonrisa. Y con la sonrisa, con su sencillez, hermano Carlos testimoniaba el Evangelio. Nunca proselitismo, nunca: testimonio. La evangelización no se hace por proselitismo, sino por testimonio, por atracción.
Preguntémonos entonces finalmente si llevamos en nosotros y a los otros la alegría cristiana, la mansedumbre cristiana, la ternura cristiana, la compasión cristiana, la cercanía cristiana. Gracias.
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