Para hacer una pequeña introducción a la fiesta para la cual nos preparamos en la Arquidiócesis de Cartagena quisiera hacer una reflexión del sentido de la entrega de amor de Jesús en la cruz, donde Él sale de sí para atraer a todos los hombres a sí. La Biblia presenta la cruz como una expresión de amor radical del amor de Dios por los hombres. Agustín, en su presentación del Símbolo, expone esta idea, que tanto la encarnación como la crucifixión, han sido por amor de Dios a los hombres; acerca de la encarnación dice:

En cuanto a que este nacimiento sea admirable, tú, hombre, puedes pensar qué cosa se ha hecho Dios por ti, el Creador por la creatura; ¿El Dios que está siempre en Dios, el Eterno que vive en el Eterno, el Hijo igual al Padre no ha querido revestirse de la condición de siervo por los siervos impíos y pecadores? Y esta no ha sido recompensa por los méritos humanos; ya que por nuestras iniquidades, nosotros merecemos penas; pero si Él hubiese tenido en cuenta las culpas, ¿Quién habría podido subsistir? Es, pues, por los siervos impíos y pecadores que el Señor se ha dignado nacer siervo y hombre del Espíritu Santo y de la Virgen María (AUGUSTÍN, Sermón 215, 4. PL 38, 1074). 

Luego, Agustín también nos presenta la razón en Dios por la cual se da la muerte en cruz de Jesucristo, con el fin de purificar la concepción jurídica del sacrificio de Salvador; al respecto dice Agustín:

He aquí que ninguno tiene un amor más grande que este: dar la vida por los propios amigos. ¿En verdad, ninguno? De veras ninguno. Es verdad, lo ha dicho el mismo Jesús. Preguntemos también al apóstol; él nos dice: Cristo murió por los impíos. Y un poco después: mientras éramos enemigos, hemos sido reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo. Por eso nosotros encontramos en Cristo un amor todavía más grande, porque Él no ha dado su vida por los amigos, sino por sus enemigos. ¡Cuán grande es el amor de Dios por los hombres, cuánta ternura, amar a los pecadores hasta el punto de morir por ellos de amor! (AUGUSTÍN, Sermón 215, 5). 

Es a partir de esta idea, del sacrificio de Cristo por amor, que el sacrificio que ofrece la Iglesia, es una acción de gracias, razón por la cual se le llama Eucaristía, ya que en ella no se ofrece a Dios obra de los hombres, sino que es el momento en el cual el hombre continúa aceptando el don de la salvación en la cruz. Desde aquí se puede ver también el carácter del culto cristiano, que se basa en el amor absoluto que solo podía ofrecer Jesucristo, en quien el amor de Dios se hace amor humano, que es capaz de emprender un éxodo de sí, para salvar al hombre; de aquí que el cristiano deba, también iniciar este doble movimiento de éxodo hacia Dios y hacia los hermanos.

La muerte de Jesús en la cruz es donde se revela planamente Dios, y también nos revela a nosotros el ser de nosotros mismos. Es lo que nos dice cómo es Dios y cómo es el hombre; Dios, que en Jesucristo, ante los ojos del mundo, se muestra como injusto (con su Hijo), pero que a la vez revela la injusticia del hombre, que no soporta la justicia del Justo, y por eso debe terminar con Él, que sin darse cuenta, en su sacrificio está mostrando su inmensa misericordia y amor por los injustos. El amor de Dios es tan grande que en este abismo de injusticia, de la crucifixión del Inocente, se ha identificado con el hombre, y lo juzga para salvarlo. En este abismo de la injusticia humana, se ha manifestado todavía más el inagotable abismo del amor de Dios por los hombres (J. RATZINGER, La Introducción al Cristianismo). 

Y el enunciado del Credo Apostólico, sobre la comunión de los santos está también relacionado con la comunión eucarística; a la Iglesia que es unida por el Corpus Christi (Cuerpo de Cristo). En correspondencia a esto dice Ignacio:

Sobre todo, si el Señor me revela que todo, individual y comunitariamente, por gracias del Nombre, en una fe y en Jesucristo, que procede de David según la carne, Hijo del hombre e Hijo de Dios, se reúnen para obedecer al obispo y al presbítero con un propósito constante, partiendo un solo pan, que es medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo (IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Efesios, 20,2. PG 5, 661).

A partir de la comunión de las cosas santas, especialmente de la comunión en el sacramento de la Eucaristía, se logra la comunión de los santos. Es el Espíritu Santo, que hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarnos, para llevarlos a la comunión con Dios y entre nosotros (CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 737).

Por lo tanto, esta fiesta del Corpus Christi debe ponernos a reflexionar sobre estos dos aspectos de nuestra vida de creyentes; el primero, ver y creer que es realmente Jesucristo que se sigue entregando en el sacramento de la Eucaristía, por amor a nosotros. Cristo que continúa salvándonos a través del sacrificio en la cruz que se renueva cada vez que celebramos el sacramento y que se deja contemplar en un humilde pedazo de pan.

Y el segundo aspecto, que es a través de este mismo sacramento como Dios hace de nosotros uno, y después se hace uno Él con nosotros, actuando así la comunión de los santos. El Espíritu Santo, que es invocado en el momento de la consagración del Cuerpo y la Sangre de Cristo, hace también posible la unidad de aquellos que nos acercamos a la comunión con este Cuerpo y con esta Sangre, para que la Iglesia se mantenga unida y sea así la comunión de los santos en Cristo.

Celebremos esta fiesta con la convicción que al que vamos a adorar es a Jesucristo presente en la Eucaristía, y que nos bendecirá personalmente desde las manos de nuestro obispo.

 

(Adaptado desde RUIZ V., Iván, La fuente patrística en “La Introducción al Cristianismo”, de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI).

Por: Iván José Ruiz Vidal Pbro.

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