“El diácono es un discípulo de Cristo”

La vocación universal a la santidad tiene su fuente en el «bautismo de la fe», en el cual todos hemos sido hechos «verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, todos estamos llamados a ser santos. “Sean santos, porque yo, Yahvé, Dios de ustedes, Soy Santo. (Lev 19.2) (Lev 11.44).

El sacramento del Orden confiere a los diáconos «una nueva consagración a Dios», mediante la cual han sido «consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo» al servicio del Pueblo de Dios, «para edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 12).

«De aquí brota la espiritualidad diaconal y tiene su fuente en lo que el concilio Vaticano II llama «gracia sacramental del diaconado». Para todos es la gracia santificante la que influye profundamente en el espíritu del diácono, comprometiéndolo a la entrega de toda su persona al servicio del Reino de Dios en la Iglesia. Como indica el mismo término diaconado, tiene el espíritu de servicio. El diacono tiene claro lo que Jesús declaró con respecto a su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mc. 10, 45; Mt. 20, 28)». Así, el diácono siente y vive profundamente la conciencia de Cristo en cuanto al servicio, en la Iglesia Servidora, haciendo suya la gran virtud de la obediencia a Cristo: El Diácono Permanente está llamado a ser un fiel servidor de Jesucristo y de su Iglesia, con responsabilidades propias en el seno familiar, laboral y social, debe ser un modelo de fe, en su servicio comunitario y de esperanzas entre sus hermanos, siguiendo el camino al que Dios le ha invitado”.

El seguimiento de Cristo en el ministerio diaconal es una empresa fascinante pero ardua, llena de satisfacciones y de frutos, pero también expuesta, en algún caso, a las dificultades y a las fatigas de los verdaderos seguidores de Cristo. Para realizarla, el diácono necesita estar con Cristo para que sea él quien lleve la responsabilidad del ministerio, necesita también reservar el primado a la vida espiritual, vivir con generosidad la diaconía, organizar el ministerio y sus obligaciones familiares —si está casado— o profesionales de manera que progrese en la adhesión a la persona y a la misión de Cristo Siervo.
De esta forma el Diacono va configurando su espiritualidad y además, para proclamar digna y fructuosamente la Palabra de Dios, el diácono «debe leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse «vano predicador de la palabra en el exterior, aquel que no la escucha en el interior»; y ha de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la Palabra de Dios». El diacono siempre debe ser coherente y verdadero testimonio de vida para los demás hermanos seculares, que los atrae para Cristo, para su Iglesia Redentora.

En su vida espiritual los diáconos dan la debida importancia a los sacramentos de la gracia, que «están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios». Sobre todo, participar con particular fe en la celebración cotidiana del Sacrificio eucarístico, ya que en la Eucaristía, es la fuente y culmen de toda la evangelización en ella encontrarán verdaderamente a Cristo, que, por amor del hombre, se hace víctima de expiación, alimento de vida eterna, amigo cercano a todo sufrimiento.

Finalmente, en el ejercicio de las obras de caridad, que el obispo le confiará, se debe guiar siempre por el amor de Cristo hacia todos los hombres y no por los intereses personales o por las ideologías, que lesionan la universalidad de la salvación o niegan la vocación del hombre. El diácono permanente debe recordar, que la diaconía de la caridad conduce necesariamente a promover la comunión en el interior de la Iglesia particular. La caridad es, en efecto, el alma de la comunión eclesial, ya que fortalece la fraternidad, la cooperación con los presbíteros y la sincera comunión con el obispo.

«Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre» (Lc 21, 36; cf. Fil 4, 6-7).

La oración, diálogo personal con Dios, les conferirá la luz y la fuerza necesarias para seguir a Cristo y para servir a los hermanos en las diversas vicisitudes. Cimentados en esta certeza, deben dejarse modelar por las diversas formas de oración: la celebración de la Liturgia de las Horas, en las modalidades establecidas por la Conferencia Episcopal, caracteriza toda su vida de oración. Dicha oración prosigue en la lectio divina, en la oración mental asidua, en la participación a los retiros espirituales de las comunidades.

Todo diácono mirará a María con veneración y afecto; en efecto, “la Virgen Madre ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios». Este amor particular a la Virgen, Sierva del Señor, nacido de la Palabra y arraigado por entero en la Palabra, se hará imitación de su vida. Éste será un modo para introducir en la Iglesia aquella dimensión mariana que es tan propia de la vocación del diácono.

Dairo Hernández Ordoñez, candidato al diaconado permanente