Por Padre Rafael Castillo Torres

Vicario de Pastoral

Siempre me ha sorprendido el escaso eco que, por lo general, tienen en los varones las críticas y reivindicaciones de la mujer. Cualquier pretexto es bueno para ignorar la verdad de muchos de sus planteamientos.

Hay varones que adoptan una actitud absolutamente negativa. La mujer es un ser menos válido que el varón; es natural que, de alguna manera, le esté sometida. Está bien que se corrijan algunos abusos, pero nada esencial debe cambiar.

Otros ensalzan la dignidad de la mujer y la hacen portadora de valores sublimes (“el mito de lo femenino”). Se entusiasman hablando de las cualidades femeninas de la abnegación, la sensibilidad o la ternura. Pero en ningún momento ponen en duda la superioridad y el dominio del varón.

Este dominio del varón está tan arraigado y asumido (incluso por algunas mujeres) que fácilmente se piensa que es algo innato, inserto en la misma naturaleza de la sexualidad humana. Inútil enfrentarse a un hecho natural. Dios lo ha querido así.

Esta posición, además de ser científicamente insostenible, no nos ha de hacer olvidar que la actual dominación de la mujer proviene, en gran parte, de una conducta injusta de los varones. En el fondo hay una “distorsión de las relaciones humanas”, originada por el pecado del varón que, de hecho, trata a la mujer como un ser inferior, le impone egoístamente su poder y crea unas relaciones de subordinación y dependencia que no son justas.

De ahí la necesidad de promover una gran revolución en todas las conciencias, que permita encontrar un modelo más justo y humano de relaciones entre ambos sexos. Este cambio cultural requiere corregir los modelos de mujer que se fomentan en nuestra sociedad (mujer-objeto, mujer-complemento del varón, mujer-reclamo, mujer-ayuda para el hombre…), pero exige, además, una conversión profunda en nosotros los varones.

Conversión de esa actitud patriarcal de quien impone sus decisiones pretendiendo ser dueño y señor de la voluntad de la mujer (“tú te callas”). Conversión de ese androcentrismo que considera a la mujer como algo marginal, que solo es importante en relación al varón (“ayuda a tu hermano, que tú eres mujer”). Conversión de esa cosificación de la mujer como objeto de placer al servicio del varón (“ya no me apeteces”).

La tarea es inmensa. Son muchos los abusos, discriminaciones, menosprecios y malos tratos que hay que eliminar en el interior del hogar, en la educación, en la vida eclesial y en la convivencia social.

La Iglesia quiere, en el Día Internacional de la Mujer, sumarse a las muchas voces que denuncian el comportamiento injusto de no pocos varones, exigiendo al mismo tiempo la necesidad de una conversión profunda en el trato a la mujer. Es decir, mirarlas y tratarlas como las miraba, las trataba y se relacionaba con ellas Jesús tanto en la casa de Simón el fariseo, como con la mujer adúltera; con la mujer samaritana y con la mujer sirofenicia, con la señora del flujo de sangre y con la niñita de Jairo. La relación de Jesús con la mujer fue restauradora de dignidad sin importar quién se molestaba o quién se escandalizaba. También ellas fueron sus discípulas en Galilea.