Nos dirigimos a ustedes, jóvenes del mundo, nosotros como padres sinodales, con una palabra de esperanza, de confianza, de consuelo. En estos días hemos estado reunidos para escuchar la voz de Jesús, “el Cristo eternamente joven” y reconocer en Él vuestras muchas voces, sus gritos de alegría, los lamentos, los silencios.

Conocemos sus búsquedas interiores, sus alegrías y esperanzas, los dolores y las angustias que los inquietan. Deseamos que ahora puedan escuchar una palabra nuestra: queremos ayudarles en sus alegrías para que sus esperanzas se transformen en ideales. Estamos seguros que están dispuestos a entregarse con sus ganas de vivir para que sus sueños se hagan realidad en su existencia y en la historia humana.

Que nuestras debilidades no los desanimen, que la fragilidad y los pecados no sean la causa de perder su confianza. La Iglesia es su madre, no los abandona y está dispuesta a acompañarlos por caminos nuevos, por las alturas donde el viento del Espíritu sopla con más fuerza, haciendo desaparecer las tinieblas de la indiferencia, de la superficialidad, del desánimo.

Cuando el mundo, que Dios ha amado tanto hasta darle a su Hijo Jesús, se fija en las cosas, en el éxito inmediato, en el placer y aplasta a los más débiles, ustedes deben ayudarle a levantar la mirada hacia el amor, la belleza, la verdad, la justicia.

Durante un mes hemos caminado juntamente con algunos de ustedes y con muchos otros unidos por la oración y el afecto. Deseamos continuar ahora el camino en cada lugar de la tierra donde el Señor Jesús nos envía como discípulos misioneros.

La Iglesia y el mundo tienen necesidad urgente de su entusiasmo. Háganse compañeros de camino de los más débiles, de los pobres, de los heridos por la vida.
Son el presente, sean el futuro más luminoso.

Roma, 28 octubre 2018