Los hombres de hoy hemos llegado a creer que no hay problema que no seamos capaces de resolver mediante un poco más de poder, racionalización, fuerza y organización. Sin embargo, hay preguntas sencillas a las que da miedo responder: Esta sociedad racionalizada, ¿nos está conduciendo hacia lo que desea nuestro corazón? ¿Está naciendo entre nosotros un “hombre nuevo” más humano y feliz, o estamos anulando las aspiraciones más humanas que hay en el fondo de nuestro ser? Esta racionalización, ¿está al servicio de algo razonable? Entre el perfeccionamiento absoluto y el permisivismo total siempre está la vía equilibrada de la razonabilidad.

¿Qué somos nosotros? ¿Seres que vamos creciendo en humanidad o una sociedad de tullidos incapaces de encaminarnos juntos hacia nuestra propia felicidad? Se nos ha enseñado hasta la saciedad que la eficacia es lo único que cuenta, y nuestra sociedad funciona como si así lo fuera, poniendo, incluso, la vida al servicio de la utilidad y la producción. Se nos ha dicho que lo importante es una “economía saludable”, una “economía en expansión”, y nos hemos puesto a producir objetos de toda clase, que nos mantienen “embobados”, incapaces de acercarnos a los necesitados que quedan sin participar del “festín del consumo”.

La ideología es ver el todo desde una de las partes, por ello no hay nada más peligroso que un sesgo ideológico. Pero a pesar de los conflictos ideológicos que nos dividen, lo más curioso es que todos adoramos los mismos dioses. Y por más que se proclamen los derechos humanos, terminamos reduciendo al ser humano a su condición de productor y consumidor, olvidando sus anhelos de fraternidad y libertad.

Cuando estudiamos humanidades nos generó preocupación Norman O. Brown por la influencia que sobre él ejercieron Nietzsche, Marx y Freud, los “maestros de la sospecha”. Hoy, con humildad y dado el curso de los acontecimientos de esta sociedad, sentimos que tenía razón cuando afirmó de ella: “Lo que parece estar persiguiendo es la infelicidad creciente cada día mayor, y a esa infelicidad la define como progreso”.

¿Cómo levantarnos de este estado de postración? ¿Cómo liberarnos de un sistema incapaz de proporcionarnos lo que está pidiendo nuestro corazón: vida, libertad, fraternidad? ¿No ha llegado el momento de “creer más en el otro” y menos en la fuerza, el dinero, el poder y la razón? Nuestro mayor pecado es no descubrir la impotencia de los “dioses modernos” del momento, e ignorar que un mundo mejor requiere un regreso a Dios con más verdad, amor y humildad.

Ojalá esto lo puedan entender, aquí entre nosotros, aquellos que solo miran el canal del Dique como la arteria navegable que llena de sedimentos la bahía de Cartagena y no ven, la necesidad de pensarnos y sentirnos como una Eco-región, Cartagena y comunidades ribereñas, que claman una esperanza nueva donde la vida sea decente. ¡Acojamos este grito!

*Vicario de Pastoral de la Arquidiócesis de Cartagena.